Nunca me gustaron los cementerios.
Por suerte, he tenido que visitarlos poco y nada. Sin embargo, Montparnasse me resultaba una parada obligatoria en París.
Era de mañana cuando salí del hotel hacia el cementerio. Al llegar a la puerta, pensé: “¿Está bien hacer turismo acá?”. No había mucho movimiento en la necrópolis. Así que, en silencio, caminé entre las interminables callecitas que serpenteaban entre cuadras y cuadras de tumbas como racimos de uva, encimadas unas a las otras, mezclándose, confundiéndose, con vago orden.
Encontrar una tumba era muy difícil: buscando la de Baudelaire, acabé hallando la de Durkheim.
Había, sin embargo, una tumba que tenía que visitar sí o sí: la de Cortázar. Me costó trabajo encontrarla. La vi un rato de lejos y la rodee un par de veces. Cuando me animé a acercarme, tres mujeres se me adelantaron y se sentaron sobre el mármol blanco. Media hora charlaron sobre la tumba del inmortal cronopio, mate y fotos de por medio. “Que irrespetuosas”, pensé, yo que ni me animaba a sacar mi cámara. Cuando se fueron, me arrimé yo.
La tumba era plana, casi a la altura de una mesa ratona. Estaba divida en dos, parte para Carol Dunlop, parte para Julio. Tenía, además, un adorno que me impresionó: una cara sonriente hecha de granito gris. En el mármol, la gente había escrito todo tipo de mensajes para Córtazar. Muchos le agradecían sus cuentos y otros sus luchas. Muchos le hablaban desde el exilio y otros de lo mucho que lo extrañaban. En un hueco, había flores marchitas y otras recién colocadas.
Me senté en el mármol. El sol de marzo era abrigador. Cerré los ojos. Sin darme cuenta, habían pasado más de quince minutos. Sí, la tumba de Julio invitaba a eso: a hacerle compañía, a matear, a conversar. No era una irrespetuosidad, como había pensado antes. Ni era una herejía dejarle un mensaje.
Saqué un papel de mi billetera, lo partí en dos y lo dejé en el hueco junto a las flores. El papel era de un bar de Buenos Aires que se llamaba “Il Mago”.
Me despedí de Julio y, en el camino de regreso, me topé con Baudelaire y Maupassant. No creo en las coincidencias, y menos aun, después de haber leído a Cortázar.
Todavía conservo la otra parte del papel. Espero algún día poder dejársela.
Por suerte, he tenido que visitarlos poco y nada. Sin embargo, Montparnasse me resultaba una parada obligatoria en París.
Era de mañana cuando salí del hotel hacia el cementerio. Al llegar a la puerta, pensé: “¿Está bien hacer turismo acá?”. No había mucho movimiento en la necrópolis. Así que, en silencio, caminé entre las interminables callecitas que serpenteaban entre cuadras y cuadras de tumbas como racimos de uva, encimadas unas a las otras, mezclándose, confundiéndose, con vago orden.
Encontrar una tumba era muy difícil: buscando la de Baudelaire, acabé hallando la de Durkheim.
Había, sin embargo, una tumba que tenía que visitar sí o sí: la de Cortázar. Me costó trabajo encontrarla. La vi un rato de lejos y la rodee un par de veces. Cuando me animé a acercarme, tres mujeres se me adelantaron y se sentaron sobre el mármol blanco. Media hora charlaron sobre la tumba del inmortal cronopio, mate y fotos de por medio. “Que irrespetuosas”, pensé, yo que ni me animaba a sacar mi cámara. Cuando se fueron, me arrimé yo.
La tumba era plana, casi a la altura de una mesa ratona. Estaba divida en dos, parte para Carol Dunlop, parte para Julio. Tenía, además, un adorno que me impresionó: una cara sonriente hecha de granito gris. En el mármol, la gente había escrito todo tipo de mensajes para Córtazar. Muchos le agradecían sus cuentos y otros sus luchas. Muchos le hablaban desde el exilio y otros de lo mucho que lo extrañaban. En un hueco, había flores marchitas y otras recién colocadas.
Me senté en el mármol. El sol de marzo era abrigador. Cerré los ojos. Sin darme cuenta, habían pasado más de quince minutos. Sí, la tumba de Julio invitaba a eso: a hacerle compañía, a matear, a conversar. No era una irrespetuosidad, como había pensado antes. Ni era una herejía dejarle un mensaje.
Saqué un papel de mi billetera, lo partí en dos y lo dejé en el hueco junto a las flores. El papel era de un bar de Buenos Aires que se llamaba “Il Mago”.
Me despedí de Julio y, en el camino de regreso, me topé con Baudelaire y Maupassant. No creo en las coincidencias, y menos aun, después de haber leído a Cortázar.
Todavía conservo la otra parte del papel. Espero algún día poder dejársela.