jueves, 12 de junio de 2008

CONVERSACIONES I


Cuando uno tiene prejuicios para con la cultura de un país, corre el riesgo de toparse con oriundos de ese lugar y pensar que son un estúpidos antes siquiera de hablar.
Sin embargo, en mi experiencia personal, cada vez que hablé con un yanqui no hizo mas que reafirmar todos mis prejuicios.
Debajo, pequeñas viñetas que ilustran la tristeza de pensamiento del yanqui promedio.

1) Un cuasi-marine, con su pelo rapado y su musculosa, en Roma, acompañado por un israelí.
- Where are you from? -, le pregunto.
- America.
- I´m from America too.
- Oh! Which state?
- Buenos Aires.
El yanqui pone cara de sorpresa. El israelí se ríe:
- Argentina is part of America too.


2) También en Roma, con la hija de un exiliado cubano que hablaba un aceptable español:
- En Cuba, no permite que la gente salga de Cuba.
- Es cierto. Pero en otros países, mucha gente tampoco puede salir. Se necesita mucho dinero para viajar.
- Es que no hay libertad, ¿entiendes? Casi no tienen televisión. No pueden ver lo que quieren.
En vano intenté decirle que la televisión de Estados Unidos tampoco había mostrado los muertos de Irak. En vano, porque ella tenía un argumento poderosísimo:
- No pueden ver The Simpson.


3) Una chica, de la que afortunadamente sólo recuerdo que era rubia y que fue en Venecia.
- Where´re you from?
- Argentina.
- Oh! Cull. And where are you studying?
- In UBA -, silencio, y explicación: - Universidad de Buenos Aires.
- Oh! Cull. What are you studying?
- Literature -, le mentí.
- Ah.
- You don´t like literature, do you?
- No. I don´t like because they tell stories that never happens, thing that are not truth.
- And what are you studying?
Ni me acuerdo cuál era el nombre técnico de su carrera pero, traducción mediante, digamos que la yanqui estudiaba administración de empresas. Sí, me acuerdo qué dijo sobre su carrera:
- It´s a very useful career.
- And a little bit boring.
- No. Is so cull… all things you can do with numbers!
Me hubiese gustado explicarle que si las historias no son verdad, los números tampoco. Pero claro, el pensamiento metafísico no es algo que estuviera en su horizonte de pensamiento funcionalista.

miércoles, 4 de junio de 2008

PARÍS-BARCELONA. PARTE II: EL JAPONÉS Y EL CATALÁN


Siempre me costó trabajo distinguir físicamente un japonés de un chino o de un coreano. A pesar de ello, diría que aquel hombrecito que entró al camarote esa noche en Gare d´Austerlitz era japonés.
El tren aun no había arrancado. Yo estaba charlando con el J., el ghanés, cuando la puerta se abrió y el japonés apareció, con sus cuarenta y tantos encima, y un traje elegante pero desalineado.
Nos miró. Lo miramos. Todos en silencio, como adivinándonos. Pero de los tres, él estaba más perdido.
Dejó sus cosas en una de las literas inferiores, debajo de la mía, y se sentó. Balbuceó algo, o quizás fue claro en sus palabras, pero yo no supe entenderlo. Se levantó, dio dos pasos hasta la ventana, miró la noche de la estación, con los hombres corriendo por los andenes y las valijas persiguiéndolos como perros falderos. Estaba algo transpirado.
Dio media vuelta, agarró las cosas que había dejado en la litera y se las tomó.
- I don´t know what was with him -, me dijo J., cuando lo miré buscando una respuesta.
- Why isn´t he travelling with his wife? -, le pregunté.
- Maybe cultural issues? -, respondió con una pregunta socarrona, y sonrío.
Lo cierto es que fue el primer y único japonés despeinado que vi en mi vida.

Al rato volvió. Se sentó en la litera y revolvió su bolso.
- No passport -, empezó a decir.
J. intentó hablar con él:
- Don’t you have any visa or…?
- No passport -, repitió el japonés.
La puerta del camarote se volvió a abrir. Era el cuarto pasajero: un hombre de unos cincuenta años, barba canosa y abrigado de más.
- Buenas noches -, se presentó.
Luego sabríamos de él que era catalán y que vivía en un pueblo costero a unos cuarenta minutos de Barcelona.
Más gente cayó al baile. Esta vez, un policía francés que, en inglés, nos pidió nuestros tickets. El único que no entregó el suyo fue el japonés:
- Wife. Wife -, comenzó a repetir.
El policía se mostró paciente, pero cuando el japonés salió disparado del camarote debió ir tras él. De tan apurado, el japonés había dejado todo en la litera.
Luego, otro oficial pasó a retirar los pasaportes. Sus modales no eran tan amables como los del primero.
- “Mierda. Debe querer prender fuego el camarote” – pensé, mientras le entregábamos la documentación -. “Acá hay un sudaka, un negro y un separatista, mas el ponja que vaya Dios a saber dónde está”.
Al instante, dos pensamientos rectificaron esa idea xenófoba que había tenido: uno, que Francia es la tierra de la "libertad, igualdad y fraternidad", y por ende, somos todos hermanos; dos, que el tren se iba de Francia, y "el problema es de ahí en más de los gallegos".

Nunca supimos cómo, pero el japonés regresó.
Estábamos todos acostados cuando la luz se encendió. El japonés se acomodó y pronto la apagó. El traqueteó del tren y el silencio de la campiña francesa mecieron mi cuna, y dormí como niño por un par de horas.
Entre sueños, algo sucedió, creo que al llegar a la frontera entre Francia y España, o al menos eso fue lo que mi mente, en su letargo, pudo percibir.
Todo sucedió como en una película: la luna escondida en la oscuridad del camarote, el silencio entrecortado por el ronroneo del tren en los durmientes, una puerta que se abre, dos policías fronterizos que entran, la luz de la estación que ilumina sus rostros, y mis ojos que se abren y ven cómo los dos policías levantan al japonés por el aire turbio del camarote, y se lo llevan al olvido de una celda, dejando por el pasillo el eco de su única y dudosa defensa:
- No passport. My wife. No passport…
Bien temprano, sorprendí al sol desperezándose entre los montes.
En el pasillo del tren, charlabamos con el ghanés y el catalán. Charlábamos del japonés y de las costumbres de cada rincón del planeta, mientras el sol nos estiraba sus brazos a través de las ventanas. Y allí estábamos, acercándonos a Barcelona como palomas blancas dispuestas a anidar, por unos días a lo sumo, en cualquier recoveco de la Sagrada Familia.
La cuarta paloma, la única que realmente estaba migrando, ya no estaba en el nido.