viernes, 25 de abril de 2008

CRÓNICAS DEL CONTRABANDO: PARTE I: VARADERO



– ¿Desean beber algo? –, me pregunta la morena de falda corta.
Tiene mucho de todo: labios, caderas, sensualidad.
– Mojito, por favor –, le respondo.
– Y una Coca –, le ordenan también.
Es mi hermano. Me olvidé que estaba ahí, sentado a mi lado en uno de los silloncitos de mimbre de la cafetería del hotel.
Hacen unos treinta grados, pero el ambiente del trópico es diferente al porteño: el calor no te hunde la cabeza contra el suelo ni el cuerpo te transpira por cada poro. Se sientan mis viejos y vuelve la morena de falda corta. Me deja un mojito y recoge más pedidos: un ron punch y otra coca.
– ¿Puedo molestarlo, caballero? –, me dice un robusto moreno, mientras me invita a mover mi sillón un poco hacia el costado –. Gracias –, me dice, algo apenado, mientras pasa junto a su contrabajo.
Los cubanos son más que respetuosos. Piden permiso hasta para deleitarnos con su música. Oigo las guitarras y la percusión, mientras a frente a mí, el robusto moreno acaricia el contrabajo.
La morena de falda corta se me acerca nuevamente. Le pido otro mojito.
– ¿Argentino, no? –, me pregunta; yo asiento. Luego comprendería que aquel histrionismo era parte de un plan comercial –. ¿Le gusta el ron?
– Parece bueno.
– Está preparado con Havanna Club añejo cinco años –, me informa, y se va.
Suena “Lágrimas negras”. Mi vieja quiere cantarlo, pero no sabe la letra. Espera el final y aplaude rabiosa. A los europeos no parece importarles el recital y si aplauden lo hacen sólo por compromiso.
– ¡La del Ché! –, grita uno.
– ¡Ea! ¡Argentinos, ¿eh?! –, dice el cantante, y se empeña en complacerlo.
Los argentinos tararean la canción. Pocos conocen la letra, pero en el estribillo se animan todos. Es extraño, porque ninguno parece comunista. Será que la distancia otorga ciertas licencias a los viajantes.
– Si precisa algo más, me avisa –, me dice la morena de falda corta –. Yo puedo ayudarlo.
Le agradezco y salgo a recorrer el hotel. Al rato, acabo en la barra desde donde la morena distribuía las bebidas. Me atiende ahora Nivaldo, hombre de unos cuarenta años, calvo y educado. Me sirve una piña colada y la bebo sentado en una silla alta.
– Si piensa llevar algo para los amigos en Argentina, hágamelo saber –, me dice Nivaldo casi como distraído.
Le agradezco y le comento que sí pienso llevar algo para allá. Nivaldo me sonríe. Luego descubriría yo que nadie en el hotel prepara los tragos como él. Detrás suyo, asoma un negro de casi metro noventa. Me mira de soslayo y sonríe. Parece torpe pero amistoso.
– Venga a verme a mí –, me dice cuando Nivaldo deja la barra por un segundo –. Puedo conseguirle mejor precio –, me guiña el ojo.

miércoles, 16 de abril de 2008

HOMBRE DE NINGÚN LUGAR


La primera vez que hablé con Louis, yo estaba en Viena y él en la recepción del Hotel Richard, en París.
Yo quería cambiar los días de mi estadía en el hotel y él no entendía mi inglés. Y como yo no hablaba francés, le propuse otras opciones:
- ¿Parla italiano? -, probé, ¡como si esa lengua fuese a mejorar la comunicación!, pero Louis dijo que no.
- ¿Fala portugues? -, insistí, con el mismo resultado.
- Aquí dice que eres de Argentina -, me dijo en perfecto castellano -. Yo soy peruano.
- Ok! Let´s speak in spanish -, me enredé otra vez en la maraña de lenguas de mi boca.
Así conocí a Louis o Luis Sibille. Nunca tuve claro cómo llamarlo. Creo que él tampoco.
Sibille daba con el estereotipo del peruano: algo mofletón, cabello oscuro, piel trigueña, tono gentil. Debía tener unos cincuenta años.
Así lo reconocí, ni bien entré al hotel donde él trabajaba como recepcionista desde hacía un par de años.
Naturalmente nos hicimos amigos: él quedaba de sereno desde la tarde, y yo no tenía con quién comer. Así que él me ofrecía cenar con él en la recepción, mientras charlábamos y mirábamos la televisión.
A él le debo el haber encontrado lugares baratos para comer al paso y bien:
- No comas por Bercy, en la zona de los restaurantes chinos. La semana pasada hicieron un allanamiento y encontraron carne de rata y anguila.
Y le debo también el haberme ahorrado unos treinta euros:
- Al Louvre, ve la noche del viernes. Es gratis para estudiantes.
Por otro lado, fue él quien rompió una de las fantasías que tuve ni bien pisé París:
- No. Buenos Aires no se parece en nada a París.
- Yo decía por la arquitectura de los edificios, con los frentes claros y los tejados azules. En Buenos Aires hay de esos.
- Una golondrina no hace verano. Y sé lo que te digo: yo viví en Buenos Aires.

Louis había nacido en Francia, pero al poco tiempo, su familia se mudó a Perú.
Allí, su padre montó un negocio de venta de maquinaria agrícola. La cosa marchaba muy bien, y pronto hicieron buen dinero.
Cuando creció, Luis tomó el mando de la empresa y conoció a la madre de sus dos hijas.
Pero Luis nunca fue tratado como Luis, sino como Louis. En Perú, a Sibille lo llamaban despectivamente el gringo. Lo hacían sentir europeo, extranjero, aun cuando él no recordaba nada de aquellos días en París.
A finales de los ochenta, comenzaron los problemas para Louis: miembros de Sendero Luminoso visitaron su negocio y exigieron una paga para permitirle operar con tranquilidad. A Louis no le quedó otra opción: Sendero Luminoso era ya una organización decididamente violenta, y venía asesinando a comerciantes y patrones rurales en distintos departamentos.
A esa altura, a Louis ya no le extrañaba si, de regreso a casa, observaba en su cuadra algún animal muerto, como señal de amenaza.
- Al tiempo me cansé, y ahí se complicó la situación. Una noche quemaron mi depósito. Perdí todo.
Lo que vendría, luego, en la vida de Louis, sería su regreso a París.
Llegó como Napoleón, con una mano delante y la otra atrás. Y a pesar de su experiencia laboral y de sus conocimientos, Luis no consiguió ninguno de los trabajos que buscaba.
- Nadie me quería tomar para puestos profesionales -, me contó apenado el hombre del pasaporte francés que debió contentarse con un trabajo nocturno mal remunerado. - Aquí soy el sudaka.

jueves, 10 de abril de 2008

IRRUPTORES



Nos metimos como quien-no-quiere-la-cosa.
La ciudad de Fito nos había recibido con un frío terrible.
Las rejas terminaban en una puerta que, abierta de par en par, parecía invitar a inmiscuirse.
Por un lado sabíamos que no era ninguna hazaña. El Cronista ya había estado ahí, pero yo nunca. Me sentía como en una misión secreta.
El Club rojinegro parecía algo pequeño comparado con la enormidad de su estadio.
Definitivamente me gustaba más que el de Arroyito. El Parque Independencia parecía abrazarlo en su verdor.

Con mucha cautela y casi en puntitas de pié, nos metimos al estadio. La popular vacía y los muchachos que cuidaban el césped no lograron detener nuestra imaginación.
Agarrados del paravalanchas saltamos, arengamos y gritamos como un leproso más.
El cronista no se privó de colgarse del alambrado.
La popular de Newell’s rezaba: “La hinchada que nunca abandona”, en alusión a un hecho vergonzoso protagonizado por sus propios jugadores. Nosotros nos creíamos hinchas y corríamos por las gradas.


Luego de cansarnos de la actuación, decidimos incursionar en el campo de juego…
Pero la suerte no fue la misma, y terminamos mirando a través de las pequeñas rejitas de la platea.

A partir de ese día, y en un claro mal uso de nuestra lengua, nos bautizamos “Los Irrumpidores”.
Luego continuamos nuestras entradas cuasi-clandestinas a los estadios, pero en Mendoza…

La Cronista

domingo, 6 de abril de 2008

LA MALDICIÓN DEL PARAGUAS


Los días de lluvia son especiales en Roma.
Cuando comienzan a caer las primeras gotas, la fisonomía de sus calles cambia con asombrosa velocidad.
Los cientos de morenos que ofrecen carteras y camperas de cueros en las veredas, levantan sus mantas del piso y se esfuman bajo el agua. Y sin que uno advierta cómo o de dónde, aparecen en todas las esquinas orientales con pilotos y paraguas de todos los tipos y colores.
Una lluvia así me sorprendió una mañana en Piazza Venezia.
- Umbrella, four euros -, me ofreció por la espalda un hombre de ojos rasgados y peor inglés que el mío.
Le contraoferté dos, y por dos euros con cincuenta centavos lo llevé.
El paraguas me acompañó durante veinte días por toda Europa. En ese tiempo, llovió una sola vez.
Ya en Barcelona, a punto de partir rumbo a Madrid, decidí dejar el paraguas romano en el cuarto del hotel. Ya estaba cansado de llevarlo de aquí para allá sin beneficio alguno.
En Madrid llovió los siguientes tres días.
Los días de lluvia, sin paraguas, son especiales en cualquier ciudad.

miércoles, 2 de abril de 2008

ROSCA Y CIRCO




Cuarto y último día en Roma. La ciudad ya me había ofrecido cuanto tenía, por lo que decidí caminar a la deriva por calles que aun no había recorrido.
Garuaba mientras recorría la parte menos interesante de Roma. Era domingo para colmo, y cuando daba con algún templo antiguo, el lugar estaba vacío o cerrado. No había motivos para enojarme, igualmente: estaba en Roma, y Roma era, para mí, un puente tendido entre mi temprana adultez y el misterio de los emperadores y los gladiadores.
Después de decepcionarme con "Las ruinas de Nerón", donde no había mas que un par de ladrillos chamuscados, tomé por una calle en ascenso que bordeaba el Foro Romano. Allí di con el espectáculo más familiar en el lugar más sorprendente: un picado frente al mismísimo Coliseo.
Me senté sobre una baranda que hacia las veces de tribuna. Decenas de personas miraban el partido. Un equipo parecía compuesto por coreanos; el otro, me juego la piel, por peruanos.
El único atractivo que presentaba el partido en sí era la pierna fuerte con la que se jugaba. El resto, nada que no pudiera verse en un potrero de Argentina. La cancha embarrada tampoco ayudaba al buen juego.
El fútbol, sin embargo, parecía ser algo accesorio para la gente que pasaba allí la tarde. Era una excusa para una reunión, pero no cualquier reunión: una reunión de inmigrantes.
Cada tanto, desde los autos estacionados, llegaba alguna cumbia, algún vallenato, y también, alguna melodía que jamás había oído. Allí se hablaban mil lenguas, como antaño en el Imperio Romano: cientos de pueblos bajo la misma ala.
Y allí estaba yo, en esa improvisada Babel que seducía con sus variadas músicas y sabores, pero que al mismo tiempo, resultaba inquietante, pues junto con la pelota, corría también el vino y la cerveza, especialmente detrás de uno de los arcos, donde había instalada una suerte de feria de comida y bebida.
Cada vez mas, el Coliseo me parecía un testigo mudo de este nuevo circo montado alrededor de la pelota, en el que los jugadores, gladiadores modernos, no conseguían ni entretener a un turista curioso como este cronista.
El partido terminó sin goles. Aun llovía. Los jugadores se dispersaron. Yo me preparé para volver al hotel, hasta que de pronto, en la feria, se armó una acalorada discusión entre los jugadores coreanos. La cosa fue subiendo de tono hasta que se desató la gran rosca entre los de camiseta naranja. La pelea, que pronto se trasladó al barro de la cancha de fútbol, pasó a ser el centro de atención de todas las miradas.
Para ser sinceros, los diez o doce coreanos peleando a patada limpia fue lo más parecido a una lucha de gladiadores que vi en toda Roma. Y eso que, días atrás, un ropero vestido con túnica y casco me había guiado por el Coliseo.
Cuando la gresca amenazaba con extenderse a otras colectividades, me mandé mudar cantando bajito. No fuera cosa de ligarla, sólo por portación de cara.