miércoles, 16 de abril de 2008

HOMBRE DE NINGÚN LUGAR


La primera vez que hablé con Louis, yo estaba en Viena y él en la recepción del Hotel Richard, en París.
Yo quería cambiar los días de mi estadía en el hotel y él no entendía mi inglés. Y como yo no hablaba francés, le propuse otras opciones:
- ¿Parla italiano? -, probé, ¡como si esa lengua fuese a mejorar la comunicación!, pero Louis dijo que no.
- ¿Fala portugues? -, insistí, con el mismo resultado.
- Aquí dice que eres de Argentina -, me dijo en perfecto castellano -. Yo soy peruano.
- Ok! Let´s speak in spanish -, me enredé otra vez en la maraña de lenguas de mi boca.
Así conocí a Louis o Luis Sibille. Nunca tuve claro cómo llamarlo. Creo que él tampoco.
Sibille daba con el estereotipo del peruano: algo mofletón, cabello oscuro, piel trigueña, tono gentil. Debía tener unos cincuenta años.
Así lo reconocí, ni bien entré al hotel donde él trabajaba como recepcionista desde hacía un par de años.
Naturalmente nos hicimos amigos: él quedaba de sereno desde la tarde, y yo no tenía con quién comer. Así que él me ofrecía cenar con él en la recepción, mientras charlábamos y mirábamos la televisión.
A él le debo el haber encontrado lugares baratos para comer al paso y bien:
- No comas por Bercy, en la zona de los restaurantes chinos. La semana pasada hicieron un allanamiento y encontraron carne de rata y anguila.
Y le debo también el haberme ahorrado unos treinta euros:
- Al Louvre, ve la noche del viernes. Es gratis para estudiantes.
Por otro lado, fue él quien rompió una de las fantasías que tuve ni bien pisé París:
- No. Buenos Aires no se parece en nada a París.
- Yo decía por la arquitectura de los edificios, con los frentes claros y los tejados azules. En Buenos Aires hay de esos.
- Una golondrina no hace verano. Y sé lo que te digo: yo viví en Buenos Aires.

Louis había nacido en Francia, pero al poco tiempo, su familia se mudó a Perú.
Allí, su padre montó un negocio de venta de maquinaria agrícola. La cosa marchaba muy bien, y pronto hicieron buen dinero.
Cuando creció, Luis tomó el mando de la empresa y conoció a la madre de sus dos hijas.
Pero Luis nunca fue tratado como Luis, sino como Louis. En Perú, a Sibille lo llamaban despectivamente el gringo. Lo hacían sentir europeo, extranjero, aun cuando él no recordaba nada de aquellos días en París.
A finales de los ochenta, comenzaron los problemas para Louis: miembros de Sendero Luminoso visitaron su negocio y exigieron una paga para permitirle operar con tranquilidad. A Louis no le quedó otra opción: Sendero Luminoso era ya una organización decididamente violenta, y venía asesinando a comerciantes y patrones rurales en distintos departamentos.
A esa altura, a Louis ya no le extrañaba si, de regreso a casa, observaba en su cuadra algún animal muerto, como señal de amenaza.
- Al tiempo me cansé, y ahí se complicó la situación. Una noche quemaron mi depósito. Perdí todo.
Lo que vendría, luego, en la vida de Louis, sería su regreso a París.
Llegó como Napoleón, con una mano delante y la otra atrás. Y a pesar de su experiencia laboral y de sus conocimientos, Luis no consiguió ninguno de los trabajos que buscaba.
- Nadie me quería tomar para puestos profesionales -, me contó apenado el hombre del pasaporte francés que debió contentarse con un trabajo nocturno mal remunerado. - Aquí soy el sudaka.

1 comentario:

Sunshine dijo...

Cuando me contaste su historia me sorprendió mucho cómo alguien puede llegar a ser rechazado por sus dos patrias.
Es loco imaginarte hablando con él mientras comían y miraban la tele, y del otro lado de las ventanas París.
Yo aún sigo pensando que París tiene ese no se qué de Buenos Aires, aún no pierdo la esperanza de encontrarme con la misma nostalgia en cada ochava. Llegar a una plaza y escuchar el acordeón alegre (o triste) que tanto me hace balancear cuando escucho Amelie.
Ellos el acordeón, nosotros el bandoneón.

Besito