miércoles, 2 de abril de 2008

ROSCA Y CIRCO




Cuarto y último día en Roma. La ciudad ya me había ofrecido cuanto tenía, por lo que decidí caminar a la deriva por calles que aun no había recorrido.
Garuaba mientras recorría la parte menos interesante de Roma. Era domingo para colmo, y cuando daba con algún templo antiguo, el lugar estaba vacío o cerrado. No había motivos para enojarme, igualmente: estaba en Roma, y Roma era, para mí, un puente tendido entre mi temprana adultez y el misterio de los emperadores y los gladiadores.
Después de decepcionarme con "Las ruinas de Nerón", donde no había mas que un par de ladrillos chamuscados, tomé por una calle en ascenso que bordeaba el Foro Romano. Allí di con el espectáculo más familiar en el lugar más sorprendente: un picado frente al mismísimo Coliseo.
Me senté sobre una baranda que hacia las veces de tribuna. Decenas de personas miraban el partido. Un equipo parecía compuesto por coreanos; el otro, me juego la piel, por peruanos.
El único atractivo que presentaba el partido en sí era la pierna fuerte con la que se jugaba. El resto, nada que no pudiera verse en un potrero de Argentina. La cancha embarrada tampoco ayudaba al buen juego.
El fútbol, sin embargo, parecía ser algo accesorio para la gente que pasaba allí la tarde. Era una excusa para una reunión, pero no cualquier reunión: una reunión de inmigrantes.
Cada tanto, desde los autos estacionados, llegaba alguna cumbia, algún vallenato, y también, alguna melodía que jamás había oído. Allí se hablaban mil lenguas, como antaño en el Imperio Romano: cientos de pueblos bajo la misma ala.
Y allí estaba yo, en esa improvisada Babel que seducía con sus variadas músicas y sabores, pero que al mismo tiempo, resultaba inquietante, pues junto con la pelota, corría también el vino y la cerveza, especialmente detrás de uno de los arcos, donde había instalada una suerte de feria de comida y bebida.
Cada vez mas, el Coliseo me parecía un testigo mudo de este nuevo circo montado alrededor de la pelota, en el que los jugadores, gladiadores modernos, no conseguían ni entretener a un turista curioso como este cronista.
El partido terminó sin goles. Aun llovía. Los jugadores se dispersaron. Yo me preparé para volver al hotel, hasta que de pronto, en la feria, se armó una acalorada discusión entre los jugadores coreanos. La cosa fue subiendo de tono hasta que se desató la gran rosca entre los de camiseta naranja. La pelea, que pronto se trasladó al barro de la cancha de fútbol, pasó a ser el centro de atención de todas las miradas.
Para ser sinceros, los diez o doce coreanos peleando a patada limpia fue lo más parecido a una lucha de gladiadores que vi en toda Roma. Y eso que, días atrás, un ropero vestido con túnica y casco me había guiado por el Coliseo.
Cuando la gresca amenazaba con extenderse a otras colectividades, me mandé mudar cantando bajito. No fuera cosa de ligarla, sólo por portación de cara.

1 comentario:

Sunshine dijo...

Enardecidos los coreanos! Jamás pensé que se pusieran tan locos por un partidito. Vos de paso tuviste espectáculo gratis, como los que se pueden ver en cualquier canchita de Miramar (guiño, guiño)

Esperame que ya llego!!! Pronto la cornista intervendrá con una anécdota jugosa!

Besitos